Off Topic
Lo siento, no voy a poder ser breve

Antes de separarme definitivamente de los nuestros, le pido dos favores a
Monseñor Floricarpio, haciendo hincapié en que de ello puede depender el futuro de nuestra casa: que me dé todas las semillas lodosas rojas que lleve encima, y que me deje algunas monedas de oro, que yo no he podido coger antes de venirme.
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Aquí me saco algo de la manga: las semillas lodosas rojas tienen un efecto calmante, adormecedor. Las negras son excitantes y dan un montón de energía. Algo así como la diferencia entre cannabis índica y cannabis sátiva. Por lo que he leído por ahí, ¿eh?
Mejor pensado, que me dé también las negras, que también me pueden servir.
Abelio considera la petición, y accede, entregándome una cajita de plata llena de semillas.
Partimos de viaje, un viaje largo y pesado, y cuyo incierto destino lo hacía aún menos atractivo. Es cierto que las hermosas tierras verdes de
Idum Dael transmiten una cierta paz, pero no era eso lo que pasaba por nuestras cabezas. Y desde luego mucho menos por las de nuestros señores. Los llantos nocturnos de
Doña Paulina nos partían el corazón, y el silencio impertérrito de
Lord Fabrizio era el pilar sobre el que se apoyaban nuestras esperanzas. Las ofensas que recibimos por el camino por parte de los campesinos no prometían nada bueno: alguien había estado agitándolos contra nosotros; no obstante,
Lord Fabrizio dejó muy claro que no se respondería a ninguna ofensa, y que su guardia actuaría exclusivamente en defensa propia.
Fuirmos recibidos por un tal
Demetrius Buelhorn, un joven de aire seco y arrogante, un auténtico imbécil que se deleitaba con cada pequeña humillación que nos imponía: hacernos esperar, dar prioridad en atender a campesinos antes que a nosotros, alojarnos en las cuadras a todos los sirvientes de la casa
Orovecchio... Maldito cretino.
En cuanto vi el ambiente de
Altoviento, me temí lo peor, así que empecé a prepararme concienzudamente para lo que preveía. Es sorprendente lo fácil que es moverse por una casa noble con vestidos de sirviente de baja categoría: parece como si no existieses, los señores y los demás sirvientes se limitan a llamarte «¡Eh, tú!», y ladrarte órdenes. Si no tienen nada que pedirte u ordenarte, eres prácticamente invisible. Eso me permitió moverme con cierta soltura por el castillo, y examinar su construcción. Cuando mis señores fueron llevados a la sala del trono, ni siquiera intenté entrar: aquel no era lugar para un lacayo de tercera, como yo. En cambio pude atisbar desde la puerta que había una galería superior, donde sin duda se colocarían los nobles invitados para asistir a ceremonias de esas que tanto gustan a los de su clase. Tardé un poco en encontrar la puerta de acceso a la galería, pero no me costó entrar, porque no estaba cerrada con llave. De hecho ni siquiera tenía cerradura, sólo un simple tirador. Lamentablemente ya me había perdido parte de la conversación. En ese momento hablaba el que después supe que era
Josah Buelhorn, hermano mayor de Demetrius y líder de los Buelhorn. Cortado por el mismo patrón de arrogancia y suficiencia que su hermano, lamentablemente:
—...dad! ¡No me puedo creer que, después de lo que la casa
Buelhorn ha hecho por vosotros, cediéndoos la mano de mi hermana, manteniendo a esos vagos descamisados de los
Leone para que protejan el flanco desértico de vuestras tierras, ahora pretendáis robarnos su vasallaje como si nada! ¡Y no me puedo creer que esa zorra, hija de mil cornudos, de
Bianca se haya atrevido a esto!
—Mi señor —trató de calmarlo
Lord Fabrizio, mientras su esposa sollozaba lo más silenciosamente posible en una esquina, repasando las 21 cuentas del rosario que
Monseñor Abelio le había regalado—, comprended que el amor es una fu...
—¡Esto no es amor! ¡El amor no tiene nada que ver! ¡Si esa ramera callejera quiere fornicar con soldados recios, nosotros tenemos todos los que quiera, sin necesidad de acudir a un bufón tuerto y sin pelotas ni cerebro! ¡Esto es un asunto de lealtades y honor! ¡Y tú —gritó, dirigiéndose a mi señora
Paulina—, deja de lloriquear!
Los guardias personales de Piedrahundida se removían inquietos, echando mano de vez en cuando a la empuñadura de sus espadas, pero
Lord Fabrizio les frenaba con su mirada. Además, había el doble de guardias de Altoviento en la sala, lo que hacía poco viable una respuesta armada a los insultos del patán Bluehorn.
—¡Que venga
Uragana, —exclamó Josah—, y que se lleve a
Paulina a lloriquear a alguna de esas cámaras para mujeres! —y se mantuvo en silencio, dando zancadas por la sala, hasta que llegó la tal Uragana, una chica joven, de unos 16 años, un torbellino de energía radiante, pelirroja de ojos verdes (bueno, no llegué a verle los ojos desde la galería, pero apuesto a que eran verdes). Era, obviamente,
hermana de Paulina y Josah, pero no me explico cómo podía tener ese pelo del color del cobre, que no se daba en su familia. ¿Sería bastarda?
—Ven, hermana, dejemos a los gallos peleándose hasta desgañitarse —le dijo Uragana a
Paulina con una voz dulce como la miel, pero cargada de energía como el sol de la mañana, cálida como... Mas perdonad, que me desvío del relato. Las dos mujeres se retiraron, y
Fabrizio intentó aprovechar el momento para suavizar la postura de
Josah:
—Comprendo vuestra queja y el menoscabo que supone esta boda. Los
Orovecchio estamos dispuestos a indemnizar a vuestra familia debidamente, con una compensación en oro y bienes que...
—¡No conocéis a los Buelhorn,
Fabrizio! Nosotros no somos unos campesinos venidos a más, somos nobles de rancio abolengo, y el respeto no se puede pesar en oro y bienes. ¿Os habéis traído a la tonta de mi hermana, pensando que os serviría de salvoconducto? No sé cómo conduciréis vuestros asuntos en vuestra pocilga de
Piedrahundida, pero las cosas no funcionan así en
Altoviento. —Y dicho eso, hizo unos gestos extraños a sus guardias, que en menos de dos segundos tenían acorralados a los guardias de Piedrahundida con lanzas, mientras dos de ellos inmovilizaban a
Lord Fabrizio.
—¿Qué...?
—Sois un ladrón,
Fabrizio, en nada diferente de un ratero de mala muerte. Y aquí sólo hacemos una cosa con los ladrones —susurró más que gritó, con una mirada cargada de odio, mientras sacaba su espada.
Los siguientes segundos transcurrieron con una rapidez asombrosa, y a la vez con una lentitud difícil de entender o explicar. Un guardia sujetó a
Lord Fabrizio de rodillas en el suelo, mientras otro le aferraba la mano derecha con fuerza sobre una mesa.
Josah descargó la espada con fuerza, amputando la mano de
Lord Fabrizio y convirtiendo la mesa en astillas. No sé cómo conseguí contener un grito, pero para crédito de
Lord Fabrizio, él tampoco abrió la boca, aunque el color abandonó su cara.
—Lleváoslo, y que el barbero le cauterice la herida. Después encerradlo en los calabozos. Desarmad a sus guardias y encerradlos también. Tengo que pensar qué vamos a hacer con los
Orovecchio.
Los soldados obedecieron con suma rapidez, y
Josah se quedó a solas con otro hombre, quien con voz empalagosa y servil le preguntó:
—¿Qué haremos ahora, mi señor?
—Hum, no podemos matar a
Fabrizio sin más; mi hermana no lo comprendería. Pero no sería raro ni incomprensible que falleciese durante un intento de fuga, digamos que mañana por la noche. ¿Me entiendes,
Jladianus?
—Perfectamente, mi señor. Será una pena que
Fabrizio intente algo tan descabellado y sin posibilidades, je, je, je —y diciendo esto, el tal
Jladianus se retiró tres pasos de espaldas, se dio la vuelta, y se fue, mientras
Josah cogía un cáliz de otra mesa y lo estrellaba con furia contra la pared.
—————— C O N T I N U A R Á ——————